Un cuento barcelonés: «Títere fue»

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octubre 16, 2008 por Diego Gueler

Oswaldo no tenía la culpa que a ni a su padre, abuelo y bisabuelo se les hubiese ocurrido haber visto la luz por vez primera en alguna nación de la Europa más rica. ¿Cómo pudieron haber cometido semejante acto de irresponsabilidad? Oswaldo tampoco debe responder ante el atropello histórico que llevó a sus antepasados tsachilas de la selva andina de Ecuador a balbucear un español indigenizado y fácilmente distinguible como sudamericano en toda España. ¿Cómo pudieron haber tenido la osadía de practicar una lengua herética? ¿¡Cómo!? Lo uno y lo otro se conjuraron para que Oswaldo, sin que el Ministerio de Trabajo y Hacienda se enterase, tuviera que cargar un carro atestado de mensajes publicitarios (“Súper ofertón, cómprese hasta un nuevo balcón”) a razón de tres euros y cuarenta y dos céntimos los novecientos quince escalones de todos los bloques de la Avenida Sant Ildefonso, del barrio de idéntico nombre que este inmigrante, a gota gorda de sudor, estaba forzado a subir y bajar, subir y bajar, subir y bajar, en lo que canta un gallo.


Dado que el buzoneo ya no surtía efecto en la zona, se debía introducir un ejemplar por debajo de la puerta de cada particular.

La secuencia de un barrigón de tez mestiza, con una camiseta de una marca de cerveza desconocida representaba una tentación que dos niños rapados de Cornella, en el extrarradio barcelonés, en una mala noche y de muy mala leche, no pudieron contener como consecuencia de su abandono y destierro familiar. Éstos, de aburridos que iban, detuvieron el paso de Oswaldo, lo encararon con cara de matones y le patearon el tradicional carro de la compra, destinado en esta ocasión a las ventas. El repartidor levantó su herramienta de trabajo y continuó la marcha sin vacilaciones. Se trataba, pues, de un acto racista, intolerante, pensó. No había porqué detener el andar.

Los jóvenes continuaron el asedio:

-“Vete a tu país, ecuatoriano de los… Aquí no te queremos. Ni a ti ni a toda tu familia”- le asestó el más bajito.

La gota gorda de sudor de Oswaldo incrementó su espesor, mientras resbalaba en un slalom vertiginoso desde las patillas a medio afeitar hasta la yugular. Fue justo cuando Oswaldo visualizó a su derecha el locutorio de los paquis, sí, los amables paquistaníes vecinos: territorio amigo, la solución. A marcha rápida ingresó en el local y perdió de vista a Ramiro Jiménez, de 16 años, expulsado de la EGB N°26 de Cornella hacía dos años; también a Luis López, 17 años, a quien le había caído como un piano desde un undécimo piso una condena de dos meses en una correccional de menores por portar estupefacientes con fines nasales. Se habían marchado, gracias a Dios. ¡Qué alivio! Ya está. Ya pasó, Oswaldo. Ya podía volver a casita, con Romina, Edwin y Johnier.

Cuando finalizó el reparto, Oswaldo coincidió en la plaza Virgen del Pilar, acorazada por monoblocs dormitorio, con una niña de República Dominicana, hija de un ex comandante que militó en la derecha golpista, quien compartía la misma noche con una vecina cubana, hija de un ex guerrillero de la Revolución, ahora exiliado del engaño. El canto de esta armonía lúdica lo conmovió al sudado repartidor de folletería.

-Tin marín de dos pingüé, cúcara mácara títere fue.

La primera saltaba de uno en uno los cuadrados alineados de la rayuela, aunque en su país de origen se llamase de otra forma. Y que en el país de acogida era visto como un pasatiempo de otros tiempos. La otra tarareaba la letra, siempre alterando el orden, más no el producto. Bálsamo y desahogo para Oswaldo. Él se imaginaba a sí mismo, en su añorada infancia en Guayaquil, sede oficial del calor de los mil demonios. Poco importaba que trabajase como un desgraciado para recibir a cambio tres chauchas, y menos aún importaba que esas tres chauchas apenas alimentasen a sus dos hijos de aquí y a sus otros dos de allá.

Trece mil kilómetros lo separaban, pobre hombre, de esas memorias. Si bien es cierto que el Océano une, los es también que desune. Vaya qué día pesado, melancólico. Para colmo, tuvo que tropezar con esos dos molestos menores. ¿Adónde había traído a mi familia desde tan lejos?, reflexionó Oswaldo al subir el escalón novecientos dieciséis, el primero de la finca donde se situaba el piso que alquilaba junto a otras dos familias compatriotas, compañeras en la nostalgia y el desarraigo. Oswaldo, Romina, Edwin y Maira; Wilson, Marina y Rupertito; Armendio, Jacinta y Florencita. No todos deben de ser así en este país, repitió. No podía ser. No debía ser. No.

Día nuevo, lagañas nuevas, sarro nuevo. Oswaldo preparó el desayuno de su hijo: dos té con limón y miel, acompañados de magdalenas marca Viva en forma. En una casualidad, un laboratorio de análisis nutricionales de un reputado hospital de Barcelona había colocado en el scanner del control sanitario los productos envasados por aquella firma. Se los catalogó como “altamente cancerígenos”. La familia los consumía a diario. Lo mismo que los otros dos grupos familiares con los cuales compartían aquellos metros cuadrados de aire y paredes. No había otra opción, puesto que la bollería de Viva en forma era, con holgura, la más económica de toda la sección. Florencita se subía al carro de mamá en el supermercado y apilaba los paquetes de las magdalenas. Su sonrisa ingenua, pero radiante, conquistaba a cualquiera. Florencita -vaya envidia- no entendía acerca de la tasa de paro, tasa de trabajo en negro y tasa de desesperación colectiva. La única taza, para ella, se escribía con Zeta y su utilidad era de lo más verbal y elemental. Acompañar a mamá en aquella aventura en aquella jaulita móvil valía más que cualquier consola de videojuegos, una muñeca americana de último modelo que dice “I love you and Kiss me”, una mascota virtual que emula un gato o una iguana de Malasia, unos patines importados de China, un reproductor de DVD para masticar los cincuenta capítulos de las series norteamericanas líderes en audiencia, un teléfono móvil con cámara de fotos digital, música, TV y correo electrónico incorporados; unos dulces empalagosos e indigestos o una PC Pentium 512 khz, 12o megabytes de memoria.

Armendio, el papi de Florencita, encendía la tele cada noche. El fútbol lo hipnotizaba. Se le caía la baba ante cada opción de gol. Oswaldo se sumaba a la porra, input de su nuevo léxico, Wilson igual. Los muchachos eran, en sus orígenes, aficionados del Barcelona, pero el de su ciudad, Guayaquil, en Ecuador. Se suele decir que se puede cambiar de coche, de casa, incluso de mujer. Pero los colores del propio equipo… ¡Grabados a ultranza en todas las capas de la piel…! Ellos, sin embargo, endosaron su fanatismo a otro Barcelona, el de su nueva tierra, la catalana. Era una forma, quizás, de mantener camuflado un amor de antaño, aunque se tratara de otro club, otra afición, otra génesis. Hasta otra cosmovisión.

Las mujeres, por su parte, aprovechaban entonces para cotorrear los chismes del barrio, siempre referentes a la comunidad ecuatoriana, desde luego. Que la del 1°2° “le tira los tejos” al del 1°3° porque su marido “ya no la satisface en la cama”. Que la del bloque contiguo escuchó en las noticias que el Presidente del Gobierno podría impulsar una regularización extraordinaria para normalizar la situación de los inmigrantes sin papeles. Que la cosa, en ese sentido, era una ayuda de Dios. Y que el copistero de abajo estaba arruinado a causa de un cóctel de tragamonedas, bingos y casinos que lo atragantaron de súbito. Que esto y que lo otro. A ver quién contaba la última más tomatera, rosa o, más compuesta aún, la más glamorosa.

Oswaldo tomó el carro, podría decirse que su mascota, pasó a recoger la mercadería en el punto de encuentro a la hora marcada y a lo suyo: patear bloques. Claro que ante los escudos de defensa que en cada edificio avisaban “Publicidad no” o “No se acepta correo comercial”, Oswaldo estaba obligado a mentir a cada paso.

-Soy el Ingeniero Joan Castells Miró (apuntado con un bolígrafo de color rojo en su erosionada mano derecha)- decía imitando un idioma catalán de barrio alto con interferencias castellanas en su habla.

-Vengo a revisar las instalaciones eléctricas. ¿No le dejaron dicho los de la Administración? Se habrán olvidado. Usted sabe, señora, la gente va muy despistada por la vida-, remataba con total firmeza. Ring y adentro. El mismo discurso en cada portal, cada cinco minutos, durante nueve horas, seis días a la semana. Un estrés extra, vamos. Pero era lo que había. Sólo al anochecer se relajaba, porque sabía a ciencia cierta que ya nadie de la empresa controlaría su ruta. Pocos volantes quedaban y una última escalera cuando, otra vez, ¡la pucha!, aparecieron los dos jovencitos de pelo corto. Sonrientes y malhumorados. Verborrágicos y mudos.

-Te hemos dicho que no te queremos ver más por aquí. ¿O no te enteras?- dijo esta vez Luis, el más corpulento, Cachas para los amigotes del barrio. Su compañerito sonrió con una apertura labial merecedora de un bofetazo seco, de esos que giran el rostro noventa grados en un santiamén. Oswaldo tragó saliva: ¿Qué hago? ¿Me enzarzo en una pelea inútil o, como un caballero, sigo a la mía y lo olvido? Opción dos. Apretujó el manubrio del carrito con toda su fuerza y cruzó a la otra vereda.

–Que sea la última vez, ecuatoriano. La próxima te vamos a dar, eh- añadió Ramiro, el petiso. Ni media vuelta ni nada. Oswaldo se contuvo nuevamente, pero el fastidio no se lo quitó nadie. ¡Me cachis! Después de una jornada de novecientos quince escalones, con un calor de Guayaquil… ¿Estaba este hombre apto para aguantar a estos dos pésimos criados?

En casa, ni mención del tema a su mujer, Romina. Para qué preocuparla, ¿no? Total, eran niños que no sabían lo que hacían; dos cachorros desatados a quienes aún no les habían crecido los colmillos, pero que presumían tener los de un tiburón blanco del Mar Caribe. ¡Qué disparate! De todos modos, ella sospechaba algo. Su Oswaldo, ay su hombrecito, evidenciaba un rostro más preocupado que de costumbre. Quince años de aguantarle el sudor de la ropa interior bajo las sábanas del matrimonio, como para no reconocerle de inmediato alguna anormalidad.

-¿Te paso algo, amorcito?, preguntó ella de espaldas a él, en la cocina, acorralada contra la pared, entre el horno y la heladera.

-No, corazoncito. Lo de cada día: escaleras, buzones… Ya sabes- respondió él para salir al paso de la incómoda pregunta.

-Si has tenido algún problema en el trabajo, o en la calle, me lo puedes contar, sabes. Tu cara… Algo te ha pasado por ahí, mi Oswald.

-No, en serio, Romi. Te juro por mi madrecita, que en paz descanse en Guayaquil, ay, ella, mamacita, que no pasó nada.

Tin marín de dos pingüé, cúcara mácara títere fue. Oswaldo se acordó tras la cena de sus gentes, de aquí y de allá. Memorizó las mejores travesuras de adolescente. Cuando su padre lo descubrió en el baño masturbándose a los 12 años. Oswaldito, entonces, estrenaba bello púbico. El imperdible reportaje de la doble página central del magazine Chicas le sumió en un trance hormonal: “Katty te las muestra todas, hasta las palmeras de su hermana Jennifer”. El muchachín lo enchastró todo con sus eyaculaciones precoces, hasta la toalla de su hermana Maribel. La pequeña ventana del toilette comenzó a humedecerse. Cualquiera pensaría que allí dentro había una sauna. Su padre justo pasaba por detrás de baño.

Cuando quiso seducir a una chica que deseaba desde hacía varios veranos, un viernes por la noche en la fiestita de aniversario de Lucas, el Ladrón de gallinas de la vecindad de Las Peñas. La mano, los nervios, la vibración, las burbujas de cervezas y, dale, para adelante: “Soy Oswaldo, el compañero de Lucas del secundario. Bueno, no sé cómo decírtelo, pero creo que tú y yo deberíamos tener sexo…”. Un abrir de ojos, una sopa y al sobre entre las sábanas. Mañana será otro día.

El jefe de Oswaldo decidió aquel ventoso lunes llevar a cabo un seguimiento personal a su empleado sudamericano. No se fiaba. Igual, este presunto borracho –pensaba el mandamás de Repartos Cornella– depositaba los panfletos en un container a primera hora y luego se iba por ahí a compartir penurias con sus paisanos en algún bar a ritmo de cumbia equinoccial. Oswaldo aprovechó la inesperada fiscalización para realizar una consulta acerca de las subas prometidas en los jornales. Año 2007 Después de Cristo, pero Oswaldo cobraba por día, al término de cada semana. En metálico y en la manito, estuviera sucia o limpia. “Míster, usted dijo que… cuando acabase el verano (temblaba Oswaldo) nos subía la paga”, reclamó al superior. Simplemente reproducía los sintagmas de su jefe, emitidos tiempo atrás por sus raquíticas y fumadas cuerdas vocales. “La semana próxima, Jorge. Perdón, quise decir Oswaldo… Llevo mucha prisa. Tengo muchas cosas que hacer. Adiós”.

El control del responsable de los repartos duró lo que una humeante prostituta semidesnuda en el pasillo central de un penitenciario. Oswaldo se portaba bien. Lo soportaba todo. “Usted tiene que ir más rápido”. “Usted no deja todos los volantes en los casilleros de los vecinos. “Mire que llamo a otro, que en la lista tengo a dos chilenos, una argentina y una gaditano arruinado”. Basta, no va más.

El fatal error de sus antepasados. El accidente en la herencia lingüística y epidérmica de los tsáchilas. Oswaldo no tenía la culpa. Aunque, eso sí, no todos piensan igual. Como el funcionario de emigración del aeropuerto que había amputado con su sello inquisitorio la visita a España, el invierno anterior, del incondicional Lucas, el Ladrón de Gallinas. Oswaldo no lo veía desde hacía cinco sudorosos veranos. Dos años y medio de ortodoxo ahorro, sumadas a las futuras borracheras trasnochadas que había imaginado en el vuelo Guayaquil-Canarias-Barcelona, ahora marchaban sin escalas al bote de basura, donde los compañeros de Oswaldo arrojan los panfletos cada mañana. Los regalos del Ladrón, por fortuna, sí llegaron a destino. Una amable señora mayor catalana, la Mercè, que iba justo detrás en la cola del control migratorio, se ofreció a entregarlos en persona cuando vio aquel grandulón ecuatoriano que recogía, casi manco, sus lágrimas en el polvoriento suelo del espigón internacional.

El sábado por la tarde, Oswaldo llevó de paseo a su pequeño Edwin. En un ejercicio de exorcismo, decidió alcanzar la Plaza Cataluña del barrio de Cornella por su misma Vía Crucis: la Avenida Sant Ildefonso. Su hijo, con la pelota del FC Barcelona –el catalán- bajo el brazo, lo convenció para patear durante un rato en la explanada central de la concurrida plaza. Allí también se divertían, increpaban y socializaban niños andaluces, rumanos, marroquíes, paquistaníes y chinos. Se disputaba la Copita del Mundo de Fútbol de Cornella, tercera edición. Oswaldo pateaba, Edwin corría y devolvía la pelota de rastrón. Edwin le daba con toda su fuerza, aún con la que no tenía. Oswaldo agotaba las reservas de calorías que las escaleras le habían condonado durante la semana y donde iba el balón, él también. Mientras, dos caminantes de siluetas reconocibles para este padre ecuatoriano se agrandaban a su vista conforme se acercaban.

“Oswald, deja de hacer chancherías en el baño que si no te voy a…”. Los olores del marcadillo de frutos del gran mitin de los sábados de Guayaquil. El griterío flotante. “Cebollitas cebollitas, trece pesos el kilo”. La cola de las oficinas de extranjeros. Una, dos, tres, cuatro, cinco horas desayunando frío frente al portón de la salvación. Contrato de trabajo, seis meses como mínimo a jornada completa. “Tu familia está contigo. Te vas a España, lejos, pero nosotros siempre estaremos cerca”. Las borracheras felices en la infelicidad. Los amores, los viejos amores. “Me parece que vas un poco rápido, Oswal. Ésa no es la forma de seducir a una mujer. A nosotras nos gusta que nos conquisten”. Las travesuras del Ladrón. Las botellas de whisky del local de la esquina a precio cero. El anciano propietario estaba muy anciano. Whisky puro, sin adulterar. Borrachera rápida, púber, infalible, superficial, banal. “Oswal, otra vez con ese atorrante, te voy a…”. Acepto por esposa a Romina Alvarado Yánez, hasta que la muerte nos separe. Los papeles, los papeles. “A usted le toca la Avenida San Ildefonso. Cada día una publicidad diferente, siempre las misma fincas. Que no le sobre ni un folleto. Entre a los edificios como sea”. Hoy el Barcelona tiene que ganar, sí o sí. “Hijito, te extrañamos mucho. Escríbenos más seguido. El abuelo va aprendiendo de a poco con esto de Internet. Saludos de la Chaly, el Chino, Johny, Reme, Asunción y Cardozo”. Sí, sí, Oswal, qué bien lo haces, no pares, no pares, ay, ay. La leche de la nena, la polenta del nene. La vacuna de la nena, la varicela del nene. Sigue, sigue, Oswal, que ya estoy, ya estoy, ah. Los papeles. El alquiler. La luz. El agua. La bombona de butano. Los papeles. Sí, sí, sí…Oswal, ¡qué bueno, por Dios! ¿Dónde estoy, demonios? ¿Cómo es que mi vida ha llegado a esto? ¿Alguien puede explicármelo? “No sabes cómo están creciendo tus sobrinos. A mil por hora. También supe que se casa el Ladrón con Jenny, la chica que conoció cuando trabajaba en el supermercado. Sería otra cosa si tú estuvieras”. Los papeles. ¡Si los billetes de avión fueran más económicos! Un crédito, el que sea, de la cantidad que fuera, Diosito mío, por favor. “¿Aumento? El mes que viene”. ¡Si Sudamérica estuviera más cerca! El Barcelona de Guayaquil pierde por penaltis la final de la Copa Libertadores de América. “No hay avales suficientes. Lo sentimos, Señor Paniagua”. Una, dos, tres, cuatro, cinco horas de cola. España. Europa. El futuro. ¿Y el pasado? Tin marín de dos pingüé, cúcara mácara títere fue.

Oswaldo no pensó en idear otra estrategia evasiva. Debía enfrentarlos de una buena vez. Su hijo tenía que aprender que el respeto, en determinadas ocasiones, debe uno ganárselo a la fuerza si no se adquiere de forma natural y adulta. Además, ya estaba cansado de desempeñar el papel de víctima. Harto de hacer las veces de chivo expiatorio en aquel teatro absurdo. Poco importaban ya las consecuencias.

-Ey, sudaca, nos volvemos a encontrar. Veo que te gusta provocarnos-, dio la bienvenido, en su legítimo lenguaje, el joven Ramiro. Su compañerito apoyó el codo derecho en el hombro de éste. Ambos sonrieron.

-Muchachos, no quiero tener problema con ninguno de ustedes. Déjenme tranquilo. Váyanse por ahí. ¿Ok?

-El que tiene que hacerse humo eres tú- respondió Luis. Se adelantó luego dos pasos y dijo: -¿Qué miras, maricón?-

-Se va a hacer pipi en el pantalón. Mira qué miedo que tiene-, continúo el otro mientras mascaba chicle. Oswaldo sudaba más de la cuenta. La aguja de su electrocardiograma incrementaba su altura cuando tomó la decisión. Se adelantó y empujó levemente al muchacho delante de sus ojos.

-¿Qué te pasa, chaval? ¿Qué me dices, chiquito? ¿Qué te tengo miedo? A ver quién tiene más aguante. A ver…- Oswaldo se posicionó como un rudo pugilista profesional en un cuadrilátero, frente a un público rugiente. Los dos muchachitos quedaron estupefactos. Se les había consumido el guión. Se bajaba el talón. Fin.

-¿Y, dónde están los valientes?-, prosiguió Oswaldo mientras se acercaba al otro joven. Aunque éste tampoco evidenciaba el valor de enfrentar a puño incontrolado al trabajador ecuatoriano que había fastidiado últimamente. Al mismo tiempo, un agente de la Policía local se acercó a lugar de los hechos ante el altercado que comenzaba a llamar la atención entre los peatones. Los dos jóvenes observaron al uniformado y echaron a correr de inmediato. Flash.

Oswaldo se secó el rostro con la manga de su camiseta y le hizo una seña universal a la autoridad a la distancia: todo estaba en orden, una simple discusión, podía seguir con su normal servicio. Luego llamó de un chiflido seco a su hijo, que ya estaba integrado con la selección de Resto del Mundo. Los dos, de la mano, tomaron el camino de regreso a casa por la avenida Sant Ildefonso con absoluto relajo.

La Floresta, Barcelona, diciembre de 2006. Fue el último texto que escribí durante mi exilio, una etapa trascendental de mi vida, luego revisado y enviado a un concurso de relatos breves en Francia (Juan Rulfo), tres en España y uno en Argentina (Rojas), pero en ninguno resultó vencedor. Demasiado realismo; cuánta verdad e injusticia que, a juzgar por los juzgados de los certámenes, el lector actual pareciera no estar preparado para hacer su metabolismo. Mejor Alicia en el país de la Maravillas…

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